20/7/13

El rincón de Chechu: Al otro lado de la ría

Al otro lado de la ría existe un barranco de piedras que cae hasta la orilla rodeado de árboles, con un embarcadero o quizás un muro que lo soporta por un lado, como si doscientos años atrás amarrasen a él sus cabos algunos barcos piratas, con banderas negras de calaveras y huesos, mientras alguien cantaba alegre en la popa sosteniendo una botella sin marcas y alguien ascendía el barranco oyendo caer los pedruscos cada vez que enterraba una bota llena de sal en la colina.

Bandera pirata

Yo no sé qué recuerdo y qué imaginé alguna vez bajo los acordes de una guitarra, o si todo está inventado y algo que ocurrió realmente no es más que una semilla creciendo a través de los días: qué pirata pudo haber subido el barranco, o cuántos baúles de oro componían su botín, no es en realidad lo importante: lo importante es el misterio que todavía en este cigarrillo me viene a la mente, en este día de julio ahora mismo, mientras miro el barranco al otro lado de la ría por encima de un papel de periódico.

Cofre

Quizá me contó mi abuelo la historia de aquellos piratas penetrando la ría doscientos años atrás, y mi cerebro infantil la unió para siempre a las sombras difuminadas de los pedruscos (a partir de las siete, la orilla opuesta a nuestro jardín queda toda ensombrecida, y crece la niebla como en un relato de Conrad o de Stevenson, echando a los turistas de las playas y haciendo volar mis latidos de niño hace veinte años); pero miro el barranco y sin querer imagino tantas cosas que se han ido para no volver, o que quizá nunca se fueron: las arrugas en la frente cuando sonreía, sus auriculares siempre enormes, aquella vez que me abroncó con su voz poderosa y yo me quería esconder donde fuese, lejos de su vista aunque fuese ciego.

Libro La isla del tesoroEs maravilloso dejarse penetrar por el tiempo, y recordar, mirando el barranco, aquella vez que encontré una anotación suya en un libro de Marcuse de nuestra biblioteca, sobre los procesos químicos del cerebro que creaban la imagen, y el carácter intangible de la realidad, que se compone tan sólo de nuestras percepciones. Eso fue con dieciocho años y ahora que me detengo todas las mañanas en el barranco, mientras fumo en el porche, vengo a descubrirlo a él girando invisible alrededor de todo. Hace unos días en la playa discutí con unos amigos acerca de dios y la fe, y yo que no tengo fe más que en la belleza, intentaba explicar cómo todo se junta en una suerte de misterio que para mí resuelve o se acerca a vislumbrar un poema de Rojas, un trío de Schubert, una película de Tarkovski. Pero qué tendrán que ver unos piratas antiguos con aquella anotación de mi abuelo, o con el barranco marítimo que imagino al otro lado, más que todos pertenecen ya a mi extraña imaginación o memoria, porque la memoria no es más que un árbol que va creciendo a partir de cualquier detalle.

Nostalgia

En eso pienso cada vez que alzo la vista por encima del periódico en las mañanas calurosas de julio, y a veces me detengo a pensar que la belleza existe en cualquier parte, si se mira con pausa y se detiene el tiempo: el sonido de los pies descalzos de mi hermana contra las baldosas, un chasquido de ollas que se le escapa a mi padre de la cocina, el viento que mueve así, como de golpe, el pareo de mi madre cuando baja a la playa, la voz profunda de mi hermano o el ir y venir de las conversaciones entre casas, por encima del muro, como si fuesen globos.

Manzano

Mirar, qué ejercicio tan olvidado. Hoy pensé cuando miraba el barranco que había un pirata escalando, que las piedras caían al agua mientras subía; también recordé que mi abuelo nunca me contó un cuento de piratas ni de ese barranco, pero quizá me contó muchos otros que yo ahora imagino y proyecto allí, en aquella colina, que quizá no sea más que la parte trasera del jardín de una casa, desde donde quizás un nieto melancólico me mire a mí, fumando, y piense lo mucho que se parece nuestro manzano a una gran pirámide que recuerda a veces en sueños. Antes de entrar a escribir me paré un momento en la puerta, y escuché la risa franca de mi abuelo cuando el viento movió la buganvilla, y luego los oí discutir, a mi abuelo y a mi abuela, sobre algo del desayuno. Después me fijé otra vez en el barranco y vi a un ciego subiendo por él, con una perra guía dorada, girándose un momento para tirarme una piedra. Me llegó a los pies con un golpe de viento. Había sol por todas partes.

Mar

Mi abuelo nunca tuvo cara de pirata, y no le gustaba navegar, pero cuando murió, echamos sus cenizas a la ría. Cuánto se divierte viendo jugar a sus nietos rubios y morenos, y haciéndonos bromas en este apartado lugar de Galicia, y cómo se enfadará cuando yo le diga, ahora, que me deje en paz, que no me hable, porque a veces tengo miedo de mirar la belleza, que me hace pensar cuando fumo en el porche en viejas historias de piratas, y que me hace sentir, algunas veces, una fe misteriosa que no creo tener y que en estas mañanas de julio, allá en el barranco, me mira ciega, riendo, con una perra dorada tendida a su lado.

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