20/12/11

El rincón de Chechu: Poderosamente felices

¿Quién soy? Piense, pero no se detenga. Siga leyendo, vuelva a preguntarse, ¿quién soy? No me refiero a su nombre, a su edad, no me refiero a su nacionalidad o a sus sueños. A nada de lo que ha vivido, a ningún recuerdo; tampoco me refiero al tiempo. No deje de leer, por favor. No se pare a reflexionar, intente sumergirse en la pregunta desde dentro, desde su idioma secreto, desde la voz que escucha todos los días en su cabeza; responda si es capaz de hacerlo, pero guarde la respuesta para usted mismo. Que nadie la oiga, no la transforme y no se detenga. Continúe leyendo y piense, ¿quién soy?

Poster El gran silencioEl gran silencio es un documental de ciento sesenta minutos sobre la vida en la cartuja La Grande Chartreuse, situada en los Alpes franceses. Rodeada de niebla y de árboles, de nieve y de cumbres, de frío, de cielo, de hierba verde. Aislada del mundo, viviendo su propia realidad. Por ella pasan inviernos, primaveras, veranos y otoños. Pasan los años por ella y nada cambia. Los monjes duermen tres horas, rezan dos, trabajan en el campo, leen, cortan madera, fabrican sus ropas, duermen tres horas, rezan dos, trabajan en el campo, leen. En 1985, el director alemán Philip Gröning escribió al prior del monasterio preguntándole si podía rodar allí un documental. Su respuesta fue ‘no estamos preparados, dentro de un tiempo quizás’. Dieciséis años más tarde, Gröning recibió una llamada: ‘Ahora puede venir’. Y fue con ellos. Él solo grabó imagen, sonido y montó la película. Vivió durante seis meses con los monjes, como si fuese uno más. Le habían puesto una condición: no podía añadir nada artificial. La vida en la pantalla tenía que ser lo que es: la vida. Ni música, ni iluminación, ni palabras.

El gran silencio
Hace tiempo, un sacerdote me dijo que su mayor aspiración era irse solo a la costa sur de Italia —‘qué bello país’, decía— a pensar, leer, pasear y escribir. ‘Evidente’, pensé yo. ‘A mí también me gustaría hacer eso’. Pero él continuó hablando y dijo que así estaría más cerca de dios y de sí mismo. Y yo no me había planteado aquello. Yo quería leer y escribir, ya saben, y apartarme del bullicio del mundo. Pero él no sólo quería eso. Su objetivo era otro. Más elevado que el mío, quizás, y también más experimentado. Admiré a aquel cura joven, culto, inteligente, convencido de unas creencias que no eran el Vaticano, ni las inquisiciones, ni la familia ni la negra sombra del temor al pecado. De creencias que iban más allá de todo aquello, que pasaban por encima de los hombres y de sus miedos, del poder y de la influencia, de doctrinas arcaicas.

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Viendo El gran silencio me he acordado de él y de lo que aprendí aquel año estudiando teología. Yo no sé si tengo fe, pero en todo caso no es católica, ni budista, ni musulmana, ni nada de eso. Conocer historia de las religiones es conocer al hombre y comprender, un poquito y a grandes rasgos, por qué somos lo que somos. Y conocer el cristianismo es igual, pero más concreto, porque es la religión que ha formado la sociedad en la que estamos. Sirve, entre otras cosas, para entender los procesos y los comportamientos, para ponerte en el lugar del que tienes delante y para saber, por ejemplo, que hay un organismo llamado Iglesia, no distinto de otras instituciones bien vistas, que se encarga de controlar y de expandir la doctrina, y que en ella, como en todas partes, hay contradicciones, lugares oscuros, anacronismos, miedo, sinrazón, barbarie y maldad. Porque los que la forman son hombres, como ustedes y como yo, con sus defectos y sus virtudes, y aunque promulguen el bien al prójimo y la palabra de dios —su palabra de dios—, no dejan de ser ricos y no dejan de tener ambiciones, no dejan de ser ignorantes y no dejan de hacer guerras, matar o violar, de la misma forma que lo puede hacer un político, un profesor o un voluntario de ONG. La miseria salpica a todo el mundo y el mundo está lleno de miserables.

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Por eso aquel año aprendí muchas cosas. Yo, que tengo ojos y tengo oídos, pienso, como probablemente lo hagan muchos de ustedes, ‘qué manada llena de miedo y de ignorancia, y qué vileza controlar desde hace siglos a la gente de esta forma’, cada vez que la vida me lleva a poner los pies en una iglesia. Y me sorprendo cada vez que escucho declaraciones de grandes “hombres de dios”, abyectas y estúpidas, que van directamente contra la esencia de los evangelios —porque la biblia no deja de ser una metáfora—, que van rectas y decididas hacia la discriminación y el odio al diferente, que hacen, en fin, que el mensaje se convierta en polvo y se difumine en la inutilidad del ser humano para comprender y mejorarse a sí mismo. El reino de dios, por ejemplo, ese futuro que se nos ha pintado siempre como un paraíso al que acceder si nos mantenemos vírgenes hasta el matrimonio, si no nos enfermamos de homosexualidad o si vamos todos los días a gritar a la iglesia, puño en pecho y golpes sonoros, ‘por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa’, no es más que intentar ser siempre lo mejores que podamos, superar nuestros límites para realizarnos a nosotros mismos, ser felices y hacer felices a los que tenemos alrededor, y romper las cadenas de la ignorancia y del miedo para llegar más lejos que nunca. Lo que viene siendo, amén, los pilares básicos de toda persona con inquietudes y voluntad, e inteligencia para lograr algo en la vida. O los salmos, poemas profundamente eróticos y sugerentes. O el “dichosos los que creen sin haber visto”, de Juan, que no es un canto a la fe ciega y borreguil en otras ideas u otras personas, sino a la esperanza frente a la adversidad y la apertura de la mente para ver más allá de nuestras propias narices.

El gran silencio5 El gran silencio es diferente a esto. Los cartujos son una orden casi milenaria, apartada del mundo, que hace voto de silencio y cree en la vida austera y reflexiva para acercarse a dios. Enamorados de una fe que han sabido encontrar y que no imponen a nadie, convencidos de un ideal más antiguo que las piedras, se apartan y se pierden en los bosques, en lo alto de las montañas, para vivir tranquilos y en paz, serenos con sus compañeros y consigo mismos, sin posesiones, sin odios ni ambiciones, sin contaminación. Philip Gröning ha conseguido rodar el espectáculo de la felicidad sin envoltorio. Sin luces, sin música que nos emocione falsamente; sólo con los pasos, el canto cartujano, el sonido de los copos de nieve cayendo sobre el tejado, las pieles antiguas y curtidas de los monjes, sus ropas, su comida, la forma de arar la tierra y de besarla después, porque la tierra es madre y es a la vez hija, porque nos da la vida y la transformamos para que nos dé alimentos. Y parece que nadie se da cuenta ya de eso; la belleza no está en los efectos especiales, no está en los colores vivos y saturados: la belleza está en un diente de león o una capilla en penumbra, en árboles que se mueven o agua que cae del tejado, en la rutina tranquila y silenciosa y en el canto lejano de los pájaros, en el silencio, al fin, porque el silencio es escuchar solamente los pájaros.

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Recuerden la pregunta de nuevo, ¿quién soy?, y piensen si son capaces de responderla. Yo todavía no he podido. Aún busco, aún encuentro pequeñas cosas de vez en cuando, aún estoy descubriéndolo. Quizá ustedes tengan la suerte de saberlo y de escucharse a sí mismos en medio del estruendo que somos, de las ciudades que asesinan la tierra, de tanto grito y tanto odio. No puedo dejar de pensar en los monjes de El gran silencio, caminando por la nieve mientras los aviones pasan lejos, flotando igual que flotamos todos nosotros, porque tengo la certeza de que ellos sí saben quiénes son, sí saben en qué creen. La certeza de que son, allá en el verdadero mundo, poderosamente felices.

2 comentarios:

Un silencio particular dijo...

Como no dirían, pero podrían sentir los monjes cartujos.... AMÉN!

Cristina dijo...

Hermoso artículo sobre la contemplación y la meditación. Buscar dentro de uno mismo en vez de en el exterior.
Tengo que ver el documental, seguro que me gustará.